Autora: Susana Torres.
Citado de la revista "Etiqueta Negra"
Mi primera mascota fue una rata. No un perro, ni un gato, ni siquiera un hamster. Sino una rata. Negra y peluda, de alcantarilla.
- ¡Tengo una lata que está en mi lucha! – gritaba en un castellano incipiente, esforzándome para que mis palabras no sonaran tanto a mandarín.
A los dos años y medio se me hacía difícil hacerme entender, peor si no me tomaban muy en serio.
- Tengo una lata que está en mi lucha y me hace así…-decía mientras movía la nariz como si una mosca se hubiese posado en ella.
Por fin, mi madre entendió el mensaje.
- La bebe dice que tiene una rata en su ducha – decía - ¡Cuánta imaginación!
Todos me miraban encantados. No entendía muy bien lo de la imaginación, pero me quedé tranquila, hasta feliz porque habían aceptado a mi peluda mascota.
- ¿Adónde llevas ese pan? – me preguntaron otro día.
Yo respondí que era para alimentar a mi rata.
- Ah, es para su mascota imaginaria – le explicaba mi madre a las visitas cuando veían que la bebe; o sea yo, pasaba con mendrugos directo al baño.
No sé cuanto tiempo duró eso, lo cierto es que amaestré a mi rata – o ella me amaestró a mí – ya que la alimentaba con puntualidad cada día. Solo se asomaba cuando yo llegaba sola, para hacerme sus muecas que yo interpretaba como un: “¡Dame más pan, criatura!”. Así que le daba más y más pan, hasta que mi rata se puso obesa, como una pelotita. Yo sentía que la hacía feliz. Lo que no sabía era que sin querer la llevaba a su fin.
Una mañana me sobresaltó un grito. Era mi madre que salía corriendo del baño, envuelta en una toalla. Recuerdo otros gritos, mucha confusión, y luego a Lila, nuestra cocinera, que me llevaba rápidamente a comprar algo. Tuvimos un paseo largo.
De regreso, noté rostros evasivos, demasiados silencios. No les hice mucho caso porque más preocupada estaba en la noble misión de alimentar a mi rata. Pero ella no volvió. No la vi más.
Que hice mal, pensé. Tal vez mi rata odiaba el pan y no podía decírmelo; debí darle un menú más variado. No entendía por qué no regresaba y me sentía cada vez más decepcionada y triste. La pena se me notaba.
-Tu rata se fue a Trujillo – me dijo mi madre.
Me sentí aliviada: mi rata se había ido a otra ciudad, y había dejado el encargo de que me avisaran. No sabía por qué había elegido Trujillo, pero me hacía feliz saber de ella. A partir de entonces, cada cierto tiempo preguntaba por mi rata. Siempre me mandaba saludos y creo que hasta se casó en la Ciudad de la Eterna Primavera.
Mi mamá me contaba los éxitos de mi mascota y, por supuesto, yo me sentía partícipe y mentora de sus hazañas. De alguna extraña manera, aquel pan que yo le daba había ayudado a la superación personal de mi roedor en una ciudad extraña. Con el tiempo, dejé de preguntar por ella.
- ¿Y qué pasó con mi rata? – pregunté por fin después de casi quince años.
- ¿Tu rata? Ah…tu rata. – se acordó mi madre entre culposa y divertida.
Luego me contó como la había encontrado, atorada en el sumidero de la ducha de lo gorda que estaba. Me dijo que había llamado a mi abuelo, quien no tardó en matarla con su técnica de “solo un golpe seco”. Mi madre esta muy entusiasmada con el relato y los detalles escabrosos. Yo sólo le pregunté por que Trujillo.
- Tenías mucha imaginación de chica – me contestó sin contestar.
Le sonreí y dejamos el tema para siempre. “Mucha imaginación”, pensé, ¡qué rata!.
miércoles, 15 de agosto de 2007
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